Dípticos

Descargar PDF

Michèle Chomette

Dejaré voluntariamente al lector recorrer por sí mismo el itinerario sólido y justamente equilibrado de la obra de Rafael Navarro, fotógrafo nacido del vivo crisol de los años 70, y cuyo nombre, junto al de Joan Fontcuberta, simbolizará rápidamente la creación española contemporánea en Europa, y más tarde en Estados Unidos y Latinoamérica. Centraré este texto en el estudio de su personalidad artística y de la profunda originalidad creativa en la expresión dual que él inició en Dípticos, serie a la cual se ha dedicado desde 1978 y cuya totalidad se reproduce en esta monografía.

El hombre es un bípedo, tiene dos ojos y algunos órganos dobles cuya simetría sólo es aparente, vive la partición de los sexos, compone con el bien y el mal, oscila del aquí al allá, de la presencia a la ausencia, del siempre al jamás, atrapado entre su pasado y su devenir, reivindica raíces pero sueña con volar, acentúa su soledad con toda clase de cercas o se arroja embriagado a la multitud de sus semejantes. Se impone a sí mismo la rectitud, se aferra al rigor y cuida con pureza las miras más altas, pero alternativamente se abandona luego a la curva del compromiso, a las sinuosidades de la mentira, a los azares del más o menos y al artificio. Se pasa la vida entre el anonimato y la gloria, en conquistar una identidad social o profesional, a menudo en detrimento de la suya propia, y en buscar, a la vez, tanto fuera como dentro, a su semejante y a su contrario, balanceándose entre el loco deseo del otro y el culto de su ego, perdido en un ciclo de engaños y de mutaciones que le llevan una y otra vez a su punto de partida, agotado por todos los delitos de huida y olvido, pero tenaz en su voluntad de memoria y su obstinación en sobrevivir más allá de sí mismo.

Cuando ese hombre, en persecución de su sombra, de su doble, posee el poder mental de fabricar imágenes, las proyecta a su alrededor sobre lo real que, en el caso de Rafael Navarro, se apresura a devolvérselas por mediación de un ojo único, frío y artificial, al que no se le puede acusar de irracional ni de falto de objetividad, que en última instancia tendría que servir para resolver el dualismo de la visión humana original. Pero Rafael Navarro, truncado, frustrado en su deseo de ser otro, rechaza esa integridad, esa fijeza, ese devolver único a cambio de un dar que él vive y quiere múltiple, y se inventa una escapatoria para equilibrar a su manera el orden y el desorden de las cosas: para cada imagen base él prevé una alternativa que la complementa, la invierte, la prolonga, la contradice, la desnaturaliza, y que concreta más adelante por toma directa en la realidad, con el fin de yuxtaponerlas, de emparejarlas a la medida de su propia duplicidad gemela. Al hacerlo, afirma por inter-invención autoritaria su deseo de amaestrar el gran desembalaje de lo visible para ordenarlo, darle sentido y adueñarse de él, haciéndolo pasar del status de decorado ordinario al de teatro privado para sus obsesiones personales.

Así nacen unas fotografías superpuestas verticalmente en Dípticos, cada uno de los cuáles constituye una ecuación compuesta por dos extractos de lo real, destinada a formar un conjunto construido como una imagen única representativa de una realidad interior (meta-realidad), cuya pre-visualización es muy anterior y se apoya en un croquis.

Las relaciones, aún de distintas naturalezas, son raramente complejas y responden a una claridad de lectura, pero mostrando una evidente preocupación. Puede tratarse:

– De una equivalencia, puramente formal o de contenido, por la representación simultánea de sujetos cuyo acercamiento es analógico.

– De una complementariedad o de una prolongación, la de una línea visual que permite a la mirada pasar sin ruptura alguna de una a otra de las imágenes yuxtapuestas, o la de una temática cuya imagen global fusiona la síntesis.

– De una inversión que construye y después destruye una forma idéntica, o de una oposición que facilita el enfrentamiento de dos identidades contrarias en un mismo espacio.

– De una transferencia o de una ambivalencia, estadios ya más perniciosamente personales, que permiten a Rafael Navarro deslizarse insidiosamente desde el estado de apetito o de carencia al de saciedad, por una forma de coito sicológico.

– De una mutación o metamorfosis, privilegio del artista cuya visión es capaz de cambiar un elemento de la realidad en otro que se le escapa, y enreda las pistas de la percepción ordinaria.

– De una partición, de una separación donde cada una de las dos imágenes pierde su importancia propia o, más bien, sólo encuentra su sentido por la línea intermedia que las aísla irremediablemente e impide su comunicación, dejando al hombre con su impotencia para reducir el caos, al artista en estado de carencia armónica, en el renunciamiento, y en la potencia expresiva a aquéllas para quienes el arte es revolución.

El poder y el sentido de las yuxtaposiciones pueden clasificarse fácilmente por familias pues algunas constantes emanan del conjunto de la obra.

– En principio, una perfecta maestría gráfica, satisfactoria en sí ya desde la primera visión de los dípticos, les confiere una gran resonancia plástica: las correspondencias de las zonas claras o de las masas oscuras en la parte alta y baja de cada dúo; la construcción geométrica, a menudo triangular o repetitiva que estructura los acercamientos o acentúa la tensión de las separaciones; la edificación general de la imagen que aprisiona al sujeto sobre sí mismo o, al contrario, lo saca del encuadre; la repartición de los motivos en cada mitad del conjunto y su puesta en equilibrio, por un lado y por otro de la línea intermedia.

– Luego, la función simbólica y alegórica, hábilmente manipulada por el autor, viene a reforzar la eficacia de las confrontaciones visuales. Evidentemente, Rafael Navarro pertenece a la gran tradición del expresionismo, de la exuberancia generosa, del lirismo místico, de la dramaturgia del misterio y, a veces, de la ultranza artística, tanto en la forma como en la selección de los temas, de una nación que se enorgullece de artistas como Goya, Gaudí, José María Sert, Salvador Dalí, etc.

– Pero lo esencial del propósito, la problemática del deseo, demasiado encajonada en ese cerco férreo de figuras impuestas, se torna un tanto apresuradamente en una demostración casi demasiado convincente, tal vez convenida, a pesar de un aparato surrealizante cuyos disfraces, escamas brillantes y torneadas, quedan en mero juego de superficie. Pese a un vocabulario visual variado y a una declinación aparente de los sujetos abordados, se trata siempre de una persecución, de una voluntad de captura que se traduce, en la mayoría de los casos, en un plantear la tentación como cosa, pero enriqueciéndola con interesantes permutaciones del tipo amo-esclavo, masculino-femenino o movimiento-parada. Pero, finalmente, el principio de concepción de las imágenes compuestas de Rafael Navarro, así como su dispositivo de lectura obligada, van en sentido contrario a la misma naturaleza del deseo, es decir, a una pulsión que escapa al control y arrastra a la desmesura y al abandono. En caso contrario, hemos de admitir que Rafael Navarro, por esa acumulación de signos de cierre, de obstáculos, de no-encuentros, trata de los deseos imposibles de satisfacer o, por qué no, de la imposibilidad del deseo.

– Por otra parte, es sin duda el distanciamiento de lo real lo que él practica en la elaboración de los dípticos y lo que le permite mantener a distancia sus vivencias. Eso explica esa rigidez fácilmente percibida como frialdad y que desactiva situaciones que uno desearía más explosivas.

– Si atribuimos a este trabajo un valor de autoterapia o de algún modo de exorcismo, Rafael Navarro tiene una proyección fuera de sí mismo en el mundo artificial de la imagen, en los estados de tensión subjetivos debidos al deseo, en la frustración o en el descuartizamiento entre atracciones contrarias y por su encarnación en uno u otro de los elementos de la pareja de fotografías, encontrando su resolución, por adición o anulación, dentro del tercer término constituido por el conjunto del díptico, aunque esto sea una ilusión.

En cualquier caso, el resultado final posee un fuerte poder de comunicación así como una gran claridad de lectura, aún cuando al autor le guste jugar con las transposiciones y practicar alguna metodología del misterio. Cada uno puede fácilmente participar, duplicando su placer visual con una inmediata comprensión, satisfacción intelectual directa y gratificante, pues el espíritu camina con facilidad en el filo de la construcción gráfica, planteándose buenas preguntas de entrada en juego y encontrando respuestas a medida que va penetrando en las imágenes con la justa y necesaria excitación, sin conocer jamás el sentimiento de fracaso que hubiera podido ocasionar demasiado hermetismo.

Por otra parte, en el plano puramente artístico, esta serie de dípticos constituye una excelente demostración de las especificaciones del medio en el tratamiento de lo real: aunque no sea para Rafael Navarro la meta perseguida sino una componente necesaria a su tentativa de transposición, pudiendo pasar por etapas primeras de representación como un paisaje, una arquitectura, una escena cuya elección, por supuesto, no es inocente, prueba de su aptitud para la constatación.

Rafael Navarro utiliza mucho más ampliamente las capacidades de evocación de la fotografía: una forma apenas bosquejada o ahogada en un efecto flou se vuelve mujer o nube, luego mar, e imprime el sentimiento de una presencia, de una huida luego y, por fin, de una huella de memoria que nuestra mirada, al igual que el autor, intenta retener (Dípticos 9,23,25). Una superficie árida, granulosa, segrega montones de tierra, de grava, que poco a poco van edificando un muro que viene a barrer la imagen, cuya opresión se hace palpable y contra la cuál se desarrollan las manos para resistir al encierro (Dípticos 6,7,16,21,41,53,61,63). Entre esta espesa maraña, de la cuál no se sabe si son raíces o ramas situadas debajo o encima del suelo, nace un cuerpo, una cara, que la savia nutritiva hace brotar a la vida (Dípticos 4,38, 51,54).

Entramos pronto en el campo de la ilusión, de la dicción, que favorece el envío telescópico a la frontera de la imagen superior y de la imagen inferior. Entonces uno duda en identificar lo que se muestra, como en el extraordinario díptico de la muralla oscura, hendida verticalmente, de donde arranca, burlándose del crucero horizontal de las dos fotografías, el obús amenazador de alguna potencia subterránea desconocida o, lo que es lo mismo, el cohete futurista de nuestro porvenir espacial (Díptico 45). Y también esa mujer tallo, cuya fluida gracia se erige tanto desde el vestido como desde un florero y cuya cabeza se expande en ramo sobre la montaña (Díptico 52).

Es así como la fotografía, aunque provenga de la sola realidad de la cuál no se puede escapar, es gobernada por la visión, preponderante y original, del que la maneja desde su interior, demostrando sus facultades de construcción y de destrucción. En las fotografías realizadas por Rafael Navarro no se encuentra el mínimo montaje ni trucaje, ya que todas son transferencias directas de una realidad pacientemente espiada y acechada con elaborados frutos de encuentros provocados y perfectamente dominados. La utilización del formato 13 x 18 confirma la voluntariedad del autor que excluye cualquier azar, implicando un tiempo para lograr las obras definitivas, no sólo en las tomas con pose o con una relativa puesta en escena.

Ese poder para estructurar o descomponer por medio de la visión fotográfica da su plena medida cuando, tanto se tomen de las fuentes o del mundo que nos rodea, produce abstracción. En el caso de Rafael Navarro, se trata primero de imágenes abstractas de naturaleza gráfica donde las cosas representadas pierden su identidad, su función, para no existir más que en un estado de líneas, de planos y de valores más o menos sostenidos del blanco al negro (Dípticos 34,46,47). Por otra parte, Rafael Navarro alimenta la creación de gran parte de sus fotografías, partiendo de una idea abstracta que él busca darle forma, materializarla, reuniendo en la imagen elementos cogidos de la realidad y perfeccionando su escenografía por la constitución del díptico.

Contrariamente a una de las características propias de la imagen fotográfica, que consiste en encerrar en un cuadro una parte del todo y del cuál se tiene tanta consciencia que a uno no le cuesta nada «ver» más allá de los bordes de la imagen, Rafael Navarro enfoca toda nuestra atención en una composición central. Concibe cada fotografía no como un cuadro en el sentido pictórico, que por definición posee una existencia autónoma completamente separada de cualquier prolongación periférica, ni tampoco como un plano cinematográfico, donde lo que pasa antes, después o alrededor guarda siempre una presencia activa, sino más bien como un cuadro en el sentido teatral, que contiene todos los datos y retiene a los personajes en un decorado restringido respetando la unidad de acción, de lugar y de tiempo, o digamos más bien de un cuadro alter ego que se vería y se viviría a la vez por el lado del patio y del jardín. Cada díptico se vive aisladamente, intrínsecamente, no tiene nunca valor de toma ni es un extracto de un mundo más ancho, no requiere ni tampoco admite infiltraciones visuales venidas de fuera, y no reacciona por carambola o en cascada con los demás, exceptuando evidentes rebotes de temática, pues no se trata de un trabajo seriado. Ese rechazo sistemático de intrusión, de interferencia o de ósmosis con el entorno consagra la importancia de la articulación física del díptico y concentra toda nuestra atención en la línea intermedia, compuesta por la adición de los trazos que ribetean cada contacto, negros y espesos. Esa línea a veces se disuelve y confunde entre los bordes oscuros de las dos imágenes, ya sin jugar un papel de corte sino, al contrario, de fusión. A menudo, al acentuar las horizontalidades establecidas por las líneas del cielo, agua, tierra, cimas de muro y raíles, se recortan en planos de numerosas imágenes, conformándose la materia fotográfica que la rodea en un estrato suplementario, y de esta forma se unen todavía más las dos imágenes en una lectura vertical única. En otros casos, se establece sin duda una frontera entre los dos términos de la propuesta de Rafael Navarro, precisándose sus límites y materializando su diferenciación, permitiendo a cada identidad el jugar en la relación que puede ir desde el complemento hasta la oposición. Esta línea de división es capital, ya que sirve de regulador a los intercambios, tanto en la forma como el en el contenido de las dos partes del díptico, y modula la circulación de una imagen a otra, lo que no hubiese sido posible si Rafael Navarro, en vez de reunirlas en una sola obra hubiera elegido el separarlas completamente en dos distintas, tal vez más distanciadas aún con una presentación en passepartout de doble ventana. Pero debo insistir en su mayor habilidad, que consiste en guardar siempre una zona de ruptura, a la derecha, en esa línea intermedia, a fin de que se establezca una sutil penetración recíproca, una brecha ambigua por la cual las imágenes pueden fluir una dentro de otra para confundirnos mejor.

El hecho de que los dípticos se lean en vertical acentúa una especie de rechazo a integrar el paso del tiempo en un parámetro de lectura implícito en la mayoría de los construidos horizontalmente, y se materializa fácilmente por el barrido lineal de la mirada que ellos exigen. Allí también hay voluntad de bloquear, de encerrar en una visión única el conjunto de dos fotografías y congelar su propósito fuera de cualquier accidente, sin autorizar tampoco ninguna fuga.

Las fuentes de inspiración de Rafael Navarro, como ya he mencionado anteriormente, gravitan alrededor de un haz de motivaciones subjetivas que alumbran algunas temáticas mayores que él declina de un díptico a otro, privilegiando algunos motivos con valor de signo, ciertos tipos de acercamiento o de confrontación, y acentuando su propósito por el empleo de líneas de fuerza que obedecen a reglas muy simples: la redundancia horizontal, la triangulación voluntaria y la curva huidiza. Rafael Navarro, por culto al dualismo fundamental, tiene tendencia a materializar en sus fotografías las dos caras, las dos posibilidades de todo ser, concepto o situación, según un mismo esquema alternativo que fundamenta esencialmente en parejas (anverso reverso, interior exterior, encima debajo, abierto cerrado, visible invisible, positivo negativo, vida muerte) y en un trabajo permanente de la idea de permutación, de mezcla, de disolución o de metamorfosis. Sin embargo, termina por proponer, de un modo visionario, un mundo único, el de su propia creación.

He aquí sus principales figuras y leitmotiv:

– El obstáculo (muro, reja, jaula) es soledad, separación, privación de libertad, incomunicabilidad.

– La oclusión (máscara, velo, ventana, ausencia de mirada) es pérdida o rechazo de identidad, obsesión por el secreto.

– El agujero (hendidura, torbellino, abismo) es peligro, renunciamiento, olvido.

– El paso (escalera, puente, pasarela, boquete, carretera) es escapatoria, huida-impulso, esperanza, sentido impuesto.

– El bucle (collar, ornamento, pivote) es seducción, dominio-alternancia, ciclo.

– Lo vegetal (árbol, plantas, raíces) es referencia, filiación, crecimiento-abrazo, fijación, tumba.

– La materia (agua, cielo, tierra, roca) es despegue de lo imaginario, deseo de estabilidad, búsqueda del absoluto.

– La mano es llamada o rechazo, unión o amenaza, encuentro o ruptura, el otro por definición.

– La mujer (cuerpo/árbol, cuerpo/objeto, cuerpo/éter) es manantial, tentación, pureza, prohibido.

Este inventario del vocabulario y de los giros visuales utilizados por Rafael Navarro en la serie Dípticos delimita su obsesivo campo de investigación, volviéndose para el lector un tanto monótonos. Igual a los ojos del espectador advertido, un sistema cerrado como éste se muestra lleno de riesgos: su rigidez de elaboración y la búsqueda de una perfección formal demasiado académica bloquean el lirismo potencial en una gargantilla de hierro que podría rozar lo convencional, y la formulación demasiado explícita casi llegaría a quitarle todo el misterio, aún como soporte esencial del proyecto. Sería una lástima, ya que el autor posee todas las posibilidades para sumergirnos en un clima onírico de carácter ambiguo y arrastrarnos a un recorrido verdaderamente iniciático, más allá de la apariencia primera de los seres y de las cosas, en el trasfondo de los paisajes ordinarios, allí donde permanecen agazapados el anverso, la cara oculta, el otro, lo desconocido, fuentes conductoras de su inspiración introspectiva.

Rafael Navarro se ha conformado demasiado a menudo con declinar el circuito cerrado de una gama de pleonasmos tan visuales como significantes, llegando en algunos casos a parafrasearse a sí mismo de un díptico a otro, cuando hubiese podido manejar toda la extensión conceptual del simulacro, de la apariencia y de la capacidad de ser otro en la función fotográfica.

Ocurre que sus obras oscilan desde la cruda evidencia arquetípica hasta una suerte de oscurantismo, y, también por ahí, pierde la dimensión metafísica a la cual su propósito podía pretender.

Si el equilibrio plástico de la mayoría de las fotografías no tiene ningún defecto, la naturaleza de las correspondencias, el juego de las formas, la elección de los motivos tienden a proceder de una voluntad estetizante que confina al manierismo, pese a su sinceridad, tan pronto como Rafael Navarro toca ciertos temas de reflexión. Por el contrario, cuando permanece en un registro de simplicidad y pureza, su obra estalla tanto en sus líneas como en su contenido, y nos alcanza mucho más profundamente.

Es difícil concluir, tras esas cuantas notas negativas, el análisis emprendido de la serie Dípticos, a la cual Rafael Navarro se ha dedicado desde 1978 hasta 1985, con tal obstinación que convierte la necesidad en ley y demanda respeto. Es raro, en efecto, ver a un autor obligarse a la exploración planificada coherente y detallada de un modo de producción fotográfica, nacida de un sistema de pensamiento dialéctico pertinente, que erige el deseo o carencia íntimos en un principio de creación óptica y actúa en sinergia con una especie de mecánica de precisión, de la cual la cámara no es más que el instrumento visible. Potente es la alquimia que transmite, traduce y transmuta la actitud y el hecho personal en imágenes virtuales, materializándolas luego en imágenes positivas recogidas sucesivamente a lo largo de una amplia búsqueda, en una doble circulación de anamorfosis y de metáforas.

Queda por desearle a Rafael Navarro, ya que la publicación de este libro le permite por fin el considerar la producción de los dípticos como una etapa cerrada en su itinerario de fotógrafo, el evolucionar hacia una creación quizá menos razonablemente dirigida, donde el método le dejaría paso a una mayor espontaneidad y el autocontrol a cierto abandono. La liberación de pulsaciones más violentas le podría empujar fuera de las cercanías protectoras de ese «sistema de zonas mental», que ha predeterminado y ordenado, en una sucesión lógica y calculada, el trabajo de los dípticos. Así su obra futura tomaría una dimensión trágica, tanto en la inspiración como en la invención plástica, que vendrá a exacerbar su incontestable potencial artístico.